Soñolienta y tendida en el suelo, la lobezna preguntó a la luna, en su senil y apacible menguante, si la pérdida de su camada tendría una ponderación cuantificable, comparable al de su orgullo abatido por la infalible brusquedad de aquella noche de invierno. ¿Cuánto duraría su agonía? -Ad aeternum, - respondió la luna - pues, aunque la muerte no supera las barreras entre lo íntegro y lo ilusorio, el tiempo es despiadado y disfruta de bañar en espinas a quienes la viven sin morir.
Pero... ¿Cómo se mide el terror? ¿Cuánto pesa la agonía?
Se sentía claramente la abulia germinada en las pupilas de la loba; tal cual el imperio de polvo fumiga con pirosis a las pequeñas mariposas en el estómago del enamorado. Y luego todo es presagio de sombra...
Resignada y entregada a la esperanza de un final próximo, se acogió por última vez en la ecolalia de su aullido imitado en el espectro de la aurora, inapreciable por los detritus de su ego asesinado a manos de un sencillo latido, y por el sangrado divino de la muerte del día en el ocaso; el mismo que pinta el cielo de rojo intenso hasta que el óleo es disuelto por el viento; mientras la criatura yacía inmóvil, el sol se despedía taciturno de su magnum opus de siempre y de nunca.
Pero la crueldad de la intemperie se vio extasiada en su dolencia, prolongando su exterminio hasta no dejar nada más que una pila de materia orgánica calcinada por el frío. Podía escucharse a la luna llorar la evanescencia del sencillo latido que hacía alusión al catatónico sonido de una frágil ondulación en el agua, provocada por un anónimo goteo rojizo, rítmicamente, hasta que las venas del ángel traidor son secadas con el tiempo; sólo otro día de tormenta en un campo de guerra fulminado por el hierro... Hierro... la fragilidad y belleza de sus crías eran su espada y su armadura. Castigada por inmolar para vivir, solo quedaban la fiereza y la nobleza de aquella criatura desmantelada, congelándose en la ráfaga de plata. ¿Pero a quien se le atribuye su instinto asesino? ¡Maldita sea Gaia por haberla creado! Ahora sólo se podía ver con disgusto y repulsión la catalepsia de un cadáver posicionado por la escarcha. Su sangre: alimento de cuervos y ratas.
Las lágrimas del cielo caían sólidas y acerbas ante aquella noche abyecta y nada más que un aullido se conserva de aquél día, en el viento que nadie escucha...
Bellick · Mon Jun 18, 2007 @ 04:25am · 0 Comments |